Otra vez martes. Otra vez prisas y jaleo. La misma rutina de
siempre.
-¡África! –la llamaba su madre.
-Ya voy, ya voy. ¡Ya voy!
-Volverás a llegar tarde. Como siempre. No sé por qué no te
cierran la puerta antes de entrar.
-Estamos acabando el curso, ya no sirve de nada que la
cierren.- rió tranquila
-Aquí tienes el almuerzo. –dijo acercándolo
El autobús no fue puntual.
Siempre se baja cinco paradas después de cogerlo puesto que le gusta
andar un poco con el fresco de la mañana.
Parecía que el día había empezado mal. El bonobús marcaba
saldo negativo, pero afortunadamente pudo picar una vez más. –Afri, tienes que
recargarlo. –se dijo a sí misma.
En la primera parada ese subieron dos mujeres mayores que
charlaban acerca del resultado de las pruebas que iban a hacerse en el médico.
Una parada después, subieron tres hombres con traje y corbata, parecían
ejecutivos. En la tercera parada se subió María: una chica rubia, aunque no
parecía natural. No era muy alta y tenía el pelo liso. Bonito, corto. Sabía su
nombre porque solía coincidir con ella, y ya habían hablado algunas veces.
-¡Hola! –saludó María, aunque más inquieta que de costumbre.
-¿Qué tal?-preguntó África sonriendo
-Con sueño. Apenas he dormido esta noche.
Una pareja joven las miraba detenidamente, cuchicheando.
María los observaba de reojo, nerviosa. África iba a continuar la conversación
cuando llegaron a la cuarta parada. Un chico alto, moreno, de ojos color miel
subió junto con otro algo más bajito, pero también muy guapo. Se quedó mirando.
-Ya veo que tienes buen gusto…- musitó María entre risas
-¿Eh?-contestó riendo también.
-Esta es la tercera vez que coincido con él aquí.
-¿Con el más alto o con el más bajo?
-Con el más bajo, el de los ojos azules.
-Es guapo, aunque no le miraba a él…
-Al otro no le conozco. ¿Vienen juntos?
-Creo que sí.
Quinta parada. Se despidió de María y bajó. Al autobús
volvió a arrancar. Miró cómo se iba; vio a María observar el tráfico, vio a los
dos chicos hablando, vio a las señoras mayores sonreír, a la pareja que la
miraba, cosa que le extrañó, aunque no dio más importancia, y vio a los
ejecutivos serios. Vio después desaparecer el autobús ente las calles y la
gente que iba al trabajo. Observó el cielo y los edificios. Miró a su alrededor
y luego al reloj. -¡Las ocho y doce! –pensó. Tenía tres minutos para cruzar dos
calles y llegar al instituto.
La jornada fue relajada aunque pesada. Quedaban tres días de
clase y casi no había gente. Al salir se dirigió de nuevo a la parada del bus,
había demasiada cola, así que decidió retroceder una parada y montarse en el
siguiente.
Echó a andar y una vez allí, esperó un rato a que llegara.
Esta vez no tardó. Acercó la tarjeta para pagar.
-Señorita –le dijo el conductor- esta tarjeta no tiene
saldo.
-¡Mierda! –exclamó.
-¿No lleva dinero suelto?
-No… Tenía pensado recargarla al llegar a mi barrio. Yo…
-No puedo montarla, lo siento.
-¿Y cómo me vuelvo?
-No es mi problema. Baje, tengo que arrancar.
Bajó. Se apoyó en un coche que estaba aparcado cerca y pensó
en posibles maneras de volver a casa. Fue entonces cuando lo vio de nuevo. El
chico alto que por la mañana había subido al autobús en esa misma parada salía
de un portal que estaba a su derecha. Se quedó mirando fijamente. Sacó unas
llaves del bolsillo y se acercó a ella.
-¿Te importa? –le dijo
-¿Qué?-contestó
-Estás apoyada en mi coche.
-¡Joder! Lo siento, en serio. Perdón.
-Nada, no te preocupes. –rió
Se apartó y siguió mirándolo. Entró en el coche y bajó la
ventanilla.
-¿Quieres algo? –le preguntó él.
-¿Yo? No.
-Entonces, ¿por qué no quitas la mano de la puerta? No
pretenderás que arranque contigo ahí.
-Mierda, lo siento –volvió a disculparse –ha sido
inconscientemente. Lo juro.
Él rió. Ella moría de vergüenza. Alargó el brazo y abrió la
puerta del copiloto.
-Pobre de ti. ¿Necesitas que te lleve? Entra.
-¿Pobre? ¿Quién ha dicho que necesite nada? No.
-Como quieras…
Arrancó y se fue. Ahora no solo pensaba en cómo volver a
casa, sino en aquella situación. Podría haberle contestado un: “sí, en realidad
sí, ¿me llevarías a casa?” pero no. La llamó “pobre”. ¿Se había compadecido de
ella? Le había molestado un poco. Aunque quizás se lo había tomado muy a pecho.
No tenía móvil, nunca lo lleva a clase. No tenía dinero. No
le quedaba saldo en el bonobús. Se sentó en el bordillo de la acera donde estuvo
aparcado el coche. Anduvo unos metros hasta una tienda de asiáticos.
-Disculpen, ¿podría hacer una llamada?
-No. Usa tu teléfono. Nosotros no pagaremos lo tuyo. –contestaron
-Perdona, chica… -le dijo una mujer que estaba dentro de la
tienda.
-¿Sí?
-Aquí tienes. –le acercó su teléfono móvil –Llama.
-Muchísimas gracias, en serio.
Tecleó el número de su madre. No contestaba. Insistió. No lo
cogió.
-Gracias otra vez, pero no lo coge…
-¿Qué te pasa? –preguntó amable la señora
-El bonobús se ha quedado sin saldo y no sé cómo volver a
casa…
-Vivo aquí enfrente. Sube y te doy un bonobús.
-No es necesario, yo…
-¡No seas modesta, chica! Lo necesitas para volver a casa. –insistió
-Bueno…
La mujer pagó un paquete de pipas y una barra de pan y animó
a África a que la acompañara hasta su casa. Unos metros más adelante, entró en
un portal. El mismo portal del que había salido el chico alto momentos antes.
Entraron luego en el ascensor y pulsó con sus finos dedos el número nueve.
Comenzaron a subir.
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